26 abril, 2024

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La dramática y fascinante historia argentina Lo que nos pasó a partir del 25 de mayo de 1810

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Carlos de Alvear en su apogeo

El 9 de enero de 1815 fue el día más importante, políticamente hablando para Carlos de Alvear. En efecto, fue entonces cuando asumió el cargo que tanto ambicionaba: director Supremo. En el fuerte no flameaba la celeste y blanca sino la bandera española, todo un símbolo de la política rebuena vecindad puesta en práctica por Posadas. Como demostración de continuidad política, Alvear confirmó en sus cargos a todos los ministros del gabinete de Posadas. Pero en política es imposible conformar a todo el mundo. Apenas se conoció la decisión de Alvear de garantizar el statu quo quienes enarbolaban las banderas de la emancipación se sintieron traicionados. No fue la única mala noticia para Alvear no bien comenzó su mandato. Al día siguiente de haber asumido Dorrego, quien era su segundo, fue aniquilado por el caudillo Artigas en Guayabos, con lo cual toda la campaña uruguaya quedó en sus manos.

Alver era consciente de que la situación política era un tembladeral. Apoyado por la Asamblea ejecutó una clásica táctica para garantizarse el apoyo de la opinión pública: le hizo sentir miedo ante un inminente estado de anarquía. Al mismo tiempo puso en práctica una drástica reorganización de la fuerza militar, sostén fundamental del flamante director Supremo. Por un lado promovió el ascenso de oficiales que le respondían y por el otro asumió el mando conjunto de los ejércitos de Cuyo y Buenos Aires, con la obvia intención de contrarrestar la poderosa influencia que San Martín ejercía sobre las tropas. No conforme con esta decisión lo reemplazó por Perdriel en la gobernación de Cuyo. Pero los acontecimientos políticos  que siguieron sobrepasaron su capacidad de conducción política.

La desconfianza del ejército del Norte por el flamante Director Supremo hizo eclosión el 30 de enero al declararse en rebeldía, al negarse a seguir prestándole obediencia. Paralelamente los mendocinos rechazaron la designación de Perdriel y reclamaron la inmediata reposición de San Martín, demanda que contó con su aprobación. Fue entonces cuando Alvear tomó conciencia de su incapacidad para imponer su voluntad. Para evitar su caída y ante el temor de una eventual alianza entre Artigas, Rondeau y San Martín, repuso en la gobernación mendocina al libertador de Chile y Perú. Pero su autoridad había quedado severamente dañada. Mientras tanto, el poder de Artigas no paraba de consolidarse en la región mesopotámica. Cuando expiraba enero Corrientes se declaró artiguista y el 1 de marzo el gobernador de Entre Ríos, Ereñú, hizo lo mismo. Fue entonces cuando Alvear tomó una decisión sólo para ganar tiempo: le encomendó a Nicolás Herrera que entablara negociaciones con Artigas. La respuesta del caudillo fue terminante: sólo negociaría si la plaza de Montevideo quedaba en sus manos. Alvear era consciente de que si se arrodillaba ante Artigas tiraría por la borda años de esfuerzos y sacrificios invertidos en la conquista de la plaza. Pero también lo era de algo más importante para él: de no acceder todo lo que hizo para llegar a la cima del poder se desmoronaría como un castillo de naipes. Primó su egoísmo: el 25 de febrero ordenó la evacuación de Montevideo.

No conforme con ello y para que no quedaran dudas de su decisión de postrarse frente a Artigas, también le obsequió Entre Ríos. Creyó que entregándole su mano no le comería el brazo. Se equivocó. Artigas le devoró el brazo. En realidad, le devoró todo su cuerpo. Alvear no fue incapaz de darse cuenta de que Artigas era tan ambicioso como él. En efecto, el caudillo oriental no sólo pretendía la libertad de la Banda Oriental sino también la expansión de su influencia a nivel nacional. Lo que quería era terminar de una vez por todas con el centralismo porteño. Artigas, por ende, tenía en mente desafiar el poder porteño. Quería mandar él, en suma. Es por ello que, al igual que un tiburón hambriento, olfateó la sangre de Alvear, se abalanzó inmediatamente sobre Santa Fe y Córdoba. Había decidido jugarse, qué duda cabe, el todo por el todo.

Santa Fe se había transformado para Alvear en una causa perdida. Sólo la había utilizado como dique de contención ante el avance artiguista y, para empeorar el escenario, no había dudado en someterla a esfuerzos económicos y militares que no hirvieron más que empobrecerla. Su desprecio por esta provincia era harto evidente. No podía sorprender, pues, el espíritu artiguista que reinaba en Santa Fe. La opinión pública se había volcado a favor de Artigas, a quien veían como el claro vencedor. A fines de marzo de 1815 Ereñú tomó posesión de la provincia y un mes más tarde el caudillo oriental recibía una bienvenida triunfal. ¿Qué sucedía, mientras tanto, con otra provincia importante, Córdoba? Si bien no veía con buenos ojos el caudillismo encarnado en la figura de Artigas, lo consideraba una valla de protección frente a un centralismo porteño que consideraban perjudicial para sus intereses. Los hechos de desencadenaron rápidamente. Artigas, bendecido por los “notables” de la provincia, no tuvo mejor idea que intimar al gobernador Ortiz de Ocampo, un cultor de la conciliación, a dejar el cargo en 24 horas si no quería un inútil derramamiento de sangre. Ante semejante panorama presentó su renuncia. El 29 de marzo el Cabildo nombró a José Javier Díaz, quien había conspirado contra Ocampo, gobernador. Se había ejecutado un golpe de Estado incruento, afortunadamente.

Alvear había perdido Santa Fe y Córdoba en manos de Artigas. Para colmo, en su bastión-Buenos Aires-las aguas estaban turbulentas. Temeroso de que se produjera un vacío de poder el Director Supremo impuso una dictadura militar. Todas las fuerzas, concentradas en Olivos, se sujetaron a su voluntad de imponer el orden por la fuerza. Si creó que reprimiendo lograría recomponer su alicaída imagen cometió un grosero error de cálculo. El jacobinismo alcanzó su máximo esplendor. Una legislación represiva, arrestos, destierros y humillaciones fueron las armas empleadas por Alvear para impedir lo que era a todas luces inevitable: el fin de su gobierno. Alvear se había sacado la máscara. En aquella situación límite quedó al descubierto lo peor de su personalidad. El broche de oro de tan nefasta política represiva fue la ejecución del Capitán Úbeda, quien había sido acusado de conspirar contra Alvear. Su cadáver apareció colgado en la Plaza de la Victoria el Domingo de Pascua.

Finalmente, el pesimismo se apoderó del elenco gobernante. El régimen amenazaba con desmoronarse como un castillo de naipes. La táctica alvearista, consistente en golpear y negociar con España al mismo tiempo había fracasado. El clima de claudicación imperaba. Así lo reconoció un baluarte de la revolución de Mayo, Nicolás Herrera: “En aquella época fui yo uno de los que creí que el continente del Sur vendría a ser muy luego una nación grande y poderosa. Buenos Aires puso en ejecución todos sus recursos y nadie pensó que el torrente de la opinión no allanase los pequeños obstáculos que se oponían al proyecto de su independencia; pero desde el principio nuestras pasiones, o nuestros errores, empezaron a paralizar su ejecución. Los partidos se multiplicaron con las frecuentes revoluciones populares; la división que pone trabas y se hacía sentir en nuestras filas, aseguró el triunfo por más de una vez a los enemigos y la necesidad de reparar los ejércitos destruidos agotaba los recursos del Estado. Los gobernadores oprimiendo a los pueblos hacían odioso el sistema; las contribuciones aniquilaban las riquezas territoriales; el comercio paso a manos extranjeras; se abandonaron las minas; la población empezó a sentir los estragos de la guerra; y en esta continuación calamitosa las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, hacían la última demostración de que la América en su infancia no tiene Estado para constituirse en nación independiente. No hubo a la sazón un solo hombre de juicio que no perdiese todas sus esperanzas, y hasta los más ambiciosos rehusaban tomar parte en la administración del gobierno porque veían la imposibilidad de mantener el sistema. En tan aparente situación no queda otro recurso que reparar los quebrantos del modo más posible, y tomar una actitud imponente, no para llevar adelante una independencia quimérica, sino para sacar un partido ventajoso que ofreciesen las diligencias ulteriores” (1). Impresiona este relato. Goza de una vigencia estremecedora. El diagnóstico de Herrera es lapidario. El proceso independentista, a casi cinco años de su génesis, estaba a punto de naufragar carcomido por la mediocridad y ambición desenfrenada de la clase político que lo condujo. El espíritu faccioso tornó imposible la mínima unidad requerida para evitar que el barco se hundiera. Herrera no ocultaba su desilusión y amargura. Sus ilusiones se habían derrumbado. Quizá le sirva como consuelo pero su estado de ánimo fue compartido por todas las generaciones posteriores hasta hoy.

(1) Nicolás Herrera a Rondeau, 22 de agosto de 1815. A.G.N. X-9-5-2, en Floria y García Belsunce, Historia de…., pág. 361.

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Derrumbe de Carlos de Alvear

El gobierno de Alvear había perdido toda legitimidad política. Su caída era inminente. Sólo faltaba el golpe final. Consciente de ello apeló a la única herramienta que le quedaba para conservar el poder: obtener una victoria en el terreno militar. Ello explica su decisión de conquistar Santa Fe, en poder del artiguismo. Ordenó al coronel Álvarez Thomas que ejecutara la orden. El 3 de abril de 1815 Thomas, arribado a Fontezuela, se pronunció en contra de Alvear y abogó por el fin de la guerra civil. Las fuerzas leales al Director Supremo se habían sublevado, demostración elocuente del hartazgo que reinaba en sus filas. En el histórico Manifiesto los sublevados tildaban de “facción aborrecida” al gobierno alvearista y la acusan de corrupta y despótica. Es por ello que por una cuestión de principios no podían ni debían prestar obediencia a una administración que se había apropiado del patrimonio estatal y fomentado el odio y la división. Pero el documento reflejaba además la intención de los sublevados de afianzar el proceso revolucionario iniciado el 25 de mayo de 1810. Había llegado la hora de afianzar esa unidad indispensable para hacer frente al enemigo común: los realistas. Sin renegar de las autonomías locales, a las que había que proteger, emergía en toda su magnitud el deseo de alcanzar definitivamente la independencia. Federalismo e independencia eran las banderas enarboladas por el movimiento. La pretensión de Buenos Aires de concentrar todo el poder se había hecho añicos. A partir de ese momento la revolución había pasado a ser propiedad de todos y no sólo de Buenos Aires, o lo que es lo mismo, de Carlos de Alvear.

La sublevación se expandió como un reguero de pólvora. El vacío de poder era evidente. La impotencia por revertir la situación encolerizó a Alvear pero sus colaboradores más cercanos le hicieron ver que su suerte estaba echada. En consecuencia lo más sensato era que presentara su renuncia. Alvear asintió siempre y cuando conservara el mando de las tropas. El 15 de abril el Cabildo le exigió la entrega del mando militar y asumió el gobierno de Buenos Aires. Otro golpe de Estado se había producido. Alvear intentó vender cara su derrota. Intentó ingresar a la ciudad por la fuerza lo que obligó al Cabildo a pedir ayuda a Álvarez Thomas y lo declaró “reo de lesa patria”. Finalmente, le cordura se apoderó de Alvear. En un clima de insoportable tensión partió al exterior en una nave inglesa. Su herencia fue calamitosa. Pese a concentrar todo el poder fue incapaz de evitar la desintegración del Estado. Varias provincias se habían declarado independientes: la banda Oriental, Corrientes, Entre ríos y Santa Fe. Córdoba estaba bajo el paraguas protector de Artigas y la propia Buenos Aires, con el visto bueno del Cabildo y la fuerza militar, reclamaba elegir libremente su destino. El ejército del norte contaba con el apoyo de las provincias del noroeste y Cuyo contaba con un sólido ejército. Quienes derrocaron a Alvear debían aliarse con Artigas conformando una confederación endeble o, lo más sensato, aliarse con San Martín para dotar de unidad a la nación, paso previo a su independencia (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de…. Capítulo 16.

Bibliografía básica

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-Carlos Floria y César García Belsunce, Historia de los argentinos, Ed. Larousse, Buenos Aires, 2004.

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-John Lynch y otros autores, Historia de la Argentina, Ed. Crítica, Barcelona, 2001.

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-David Rock, Argentina 1516-1987, Universidad de California, Berkeley, Los Angeles, 1987.

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-Juan José Sebreli, Crítica de las ideas políticas argentina, Ed. Sudamericana, Bs. As., 2003.

Por El Pingüino